jueves, 15 de julio de 2010

El nacimiento

Capítulo 2 de la novela "Ngen Mapu. El dueño de la tierra"


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2.
El imponente percherón negro corre despavorido por la ribera. La luna apenas alumbra el camino que bordea el río calle-calle, pero él conoce bien el trayecto. Muchas veces lo ha recorrido. A pesar de su carácter orgulloso y valiente, galopa aterrorizado, como si quisiera arrancar de la fusta de su jinete. No entiende que sucedió, pero sabe que es malo. Y por eso, ahora corre como rajadiablos.
           Su jinete, una mujer embarazada, aguanta el duro andar de su montura. Con una mano toma las riendas y con la otra sujeta su barriga, que sube y baja al ritmo del galope. Tiene treinta y cuatro semanas de embarazo. En su angustia, recuerda cuando le regalaron el caballo, siendo el percherón apenas un potrillo de meses. En ese entonces se acababa de casar y la joven pareja vivía en un nido de rosas. Si hubiera sabido como acabaría. Pero no se mortifica por ello. Por el contrario, hacía tiempo que deseaba que aquella farsa terminara. Él iba a los burdeles y desaparecía por semanas. Cuando regresaba, desahogaba su impotencia en su cuerpo. Ella lo soportaba todo, porque así la habían criado. Porque era su marido y estaba en su derecho.
El percherón desde potrillo destacó por su gran tamaño. De pelaje negro azabache, una mancha amarilla en el centro del pecho es la única pinta de color que posee. Es un carbón encendido con brasas bajando desde su cuello. Esa llama amarilla combina perfecta con los hermosos ojos color miel de la mujer.
Después de dos horas al galope, la mujer empieza a dormitar. El caballo, sudoroso, disminuye su loco andar. Al cabo de un rato, el percherón camina siguiendo sus instintos mientras su carga duerme. Avanza por la ribera hasta que el negro cielo comienza a teñirse de azul. Al llegar a una zona donde el río es bajo, cruza al otro lado. Luego sigue un angosto sendero por entre la espesa selva sureña. Avanza sin descansar hasta que el sol se asoma por la cordillera.
           Fatigado por el largo viaje, el percherón se detiene a pastar en las faldas del volcán Domuyo. Tal es su tamaño, que no siente la mujer en su espalda. En ese instante, Quintuqueo ve al gigantesco animal. Ha visto caballos antes, pero aún no se acostumbra. Siguen siendo criaturas desconocidas para ella. Pero este caballo negro es impresionante. Es casi del doble del tamaño de los que ha visto antes. Su sudorosa piel refleja la luz como un espejo negro. El vapor que exuda en la fría mañana primaveral lo hace ver más majestuoso. El percherón nota la presencia de la extraña y reacciona nervioso. Quintuqueo sale de los árboles que la ocultan y trata de acercarse. Al hacerlo, el animal huye subiendo un sendero del volcán. La joven española despierta sólo lo necesario para sujetar las riendas y dejarse llevar por el brioso equino. Un traro chilla girando en círculos sobre la machi. Ella mira al ave y ésta agranda los círculos en una espiral que enfila hacia la cima del Domuyo. El sol hace relumbrar al traro.
El caballo llega hasta un claro que es bordeado por un arroyuelo. Sus aguas son alimentadas por la nevada cima del volcán. El animal, agotado, se recuesta lentamente. Aún entre sueños, la mujer logra reaccionar y bajarse del caballo antes que le caiga encima. Está sucia, cansada y con fiebre. A pesar de la montura, el percherón se hecha sobre sus costillas y se queda dormido.
           La machi sube por el sendero del volcán, cuya parte más alta termina en curva, en el vértice de la ladera. Está cerca de la cima. Ahí se detiene a descansar, cuando el traro chilla sobre su cabeza. “Tranquilo Pelantaro”, dice la machi, a la vez que se sienta sobre una roca. Suspira mientras observa el infinito manto de verde que se extiende a sus pies.
           La magia verde siempre la ha acompañado, aún desde bebé. Como hija de machi, aprendió de su madre el oficio. Pero Quintuqueo fue mucho más allá que su progenitora, descubriendo secretos y magias que su madre no habría soñado. Estudió sistemáticamente las plantas y sus características. Las catalogó y anotó sus propiedades. Inventó brebajes para aliviar el dolor de muelas, basados en ajo y hongos silvestres. También mejoró las pócimas que su madre le había enseñado. Incluso creó un poderoso veneno que al ponerlo en una herida, ésta pronto se infecta y la víctima muere. Gracias a estos conocimientos, Quintuqueo se ganó el respeto de su pueblo. Los enfermos la visitan para que los sane, los caciques y lonkos, para solicitar su consejo. Y con los años, su influencia ha ido creciendo. Nadie sabe cuántos años tiene, pero representa unos cincuenta, aunque sus ojos digan otra cosa.
           El traro se posa en una roca junto a la machi. Quintuqueo recuerda cuando vio a Pelantaro por primera vez. Iba caminado por el bosque, cuando el ave voló círculos sobre su cabeza. Ella no hizo caso y siguió buscando los ingredientes para su pócima analgésica. Desde la llegada de los españoles, los mapuches caen enfermos con nuevos males, desconocidos para la machi. Sin remedios para sanar a sus pacientes, Quintuqueo se conforma con aliviar su dolor, dándoles analgésicos naturales. Pero no encuentra el ingrediente más importante, un hongo de color rojo que crece pegado a los troncos caídos. El traro siguió rondando su camino. Cuando se detiene, el ave hace lo mismo, reposando en una rama cercana. Desde allí le chilla mirándola fijo a los ojos, como si quisiera hablarle. Quintuqueo simula no notar su presencia y sigue su camino. Después de mucho andar encuentra lo que busca. Toma un pequeño cuchillo y corta con habilidad las rojas setas que necesita. Las guarda en una pequeña bolsa, que cierra con un cordón y deja sobre el tronco. Un viento helado roza su mejilla. Es el traro, que toma con sus garras la bolsa y vuela con ella. Ese fue su primer encuentro con Pelantaro y su entrada a un mundo más grande.

Habiendo descansado, Quintuqueo se levanta para seguir su camino. Apenas dobla la curva encuentra lo que busca. El gigantesco caballo negro está acostado a unos cinco metros de la mujer que lo montaba. Ambos duermen en un amplio claro bordeado por un arroyo, abrigados por el cálido sol de Noviembre. Avanza con cuidado para no despertar a los extraños. Al llegar junto a la mujer se da cuenta que está embarazada y con la ropa rasgada. Su vientre está desnudo mirando al cielo, y en él, tatuado con fuego, un gran sol dividido en cuatro por dos líneas perpendiculares. El anca del percherón tiene el mismo símbolo. Pelantaro vuela en círculos sobre el claro.
           Ella es española, eso lo sabe la machi, pero qué hace ahí. Por qué subió el Domuyo, la montaña de fuego. Y este negro animal, parece un caballo, pero es mucho, mucho más grande. Quizá sea el guardián que el sol ha enviado para proteger a su amante. Quizá la profecía del Domuyo se cumpla por fin. El sol envió a su hijo para liberar al pueblo mapuche del invasor venido del minchemapu. Éstas y otras ideas cruzan por la cabeza de Quintuqueo cuando el caballo despierta y comienza a relinchar asustado. Se levanta en sus dos patas traseras y sus gigantescas pesuñas la hacen retroceder hasta tropezar y caer. De pronto, partida en dos, la montura del caballo cae al suelo y el animal huye libre.
Con tanto ruido, la española despierta y ve a la machi junto a ella. Lo único que sabe de los araucanos es lo que le han dicho: “son animales salvajes, que no creen en dios ni el rey. Si os atrapan, os torturarán hasta la muerte”. Con esta única referencia, la mujer trata de retroceder asustada, pero está demasiado débil. Quintuqueo trata de calmarla con gestos y palabras de alivio. De pronto, fuertes puntadas en el estómago hacen que olvide su temor. Comienza a retorcerse en el suelo y la machi reconoce de inmediato los síntomas. Desde siempre ha ayudado a las mujeres de su pueblo a dar a luz y sabe exactamente qué hacer. Toma a la mujer del tronco y la ayuda a sentarse. Ella se da cuenta que la araucana trata de ayudarla y se deja llevar. Abre las piernas y las flecta. Con un brazo se apoya en el suelo y con el otro sujeta su estómago. La machi se arrodilla delante de ella y con gestos le indica que debe pujar. La joven española lo hace, en medio de gritos y respiraciones agitadas. Las manos de Quintuqueo toman con destreza la cabeza del bebé que ya empieza a asomarse. Ella sonríe mientras jalonea hacia la vida al infante. Tras quince minutos nace un niño con marcados rasgos indígenas, aunque sus ojos rasgados son del color del fuego, idénticos a los de su madre. Amarillos como el sol. La española cae rendida por el esfuerzo.
Quintuqueo lava al bebé en las gélidas aguas del río. Luego lo abriga entre sus ropas y lo deposita en el suelo. Observa a la mujer, que sangra profusamente. La machi sabe que no hay mucho que pueda hacer. Le toma las manos y la recuesta sobre sus piernas. Lenta e inexorable, la vida escurre roja por entre sus piernas. La mujer deja de sangrar y ahora parece descansar en un plácido sueño. La machi la observa con detención. La ganadera marca de la muchacha desapareció entre los pliegues de su ahora vacío estómago. También el fuego de sus ojos se ha desvanecido.


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1 comentario:

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    ¡¡Espero les guste!!

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gracias por comentar y compartir!!