-
¡¿Dónde estoy?! – pregunto sorprendido al
hombre de barba blanca.
-
¿Dónde crees que estás? – me pregunta él de
inmediato.
-
No lo sé. No lo recuerdo.
-
Entonces cuéntame lo que recuerdas.
En el año mil novecientos diez [1910],
Hans Roleix Wilsdorf era
reconocido como el mejor relojero en toda Suiza. Los señores principales de los
diferentes cantones lo contactaban con frecuencia para solicitar sus servicios.
Nobles y aristócratas de todo el mundo lo llamaban para comprar sus obras. Su
reputación era tan grande como la belleza y perfección de sus relojes.
En el transcurso de su vida creó todo tipo de cronómetros: de péndulo,
para ajedrez, de bolsillo, de pulsera, para dama y varón, incluso fabricó un
reloj de arena que con el peso de los granos giraba los engranajes que hacían
rotar el indicador horario.
La búsqueda por la medición perfecta del tiempo era una obsesión que Hans
arrastraba desde su niñez. Por eso, cuando observó por primera vez el reloj que
construyó para el cumpleaños cincuenta [50] de su padre, lo hizo con reverencia,
incluso algo intimidado ante la perfección de su obra. Es un reloj de pared con
forma octogonal, el cuerpo está hecho con madera de jacarandá y piezas de oro labrado
sellan las junturas. Dentro de su carcasa barnizada y brillante, avanza una
maquinaria precisa, o mejor dicho, circula, porque los cincuenta y dos [52]
engranes rotan con exactitud mesiánica. Por mucho que lo intentó, lo único que Hans
no consiguió hacer fue que sus campanas tañeran cada hora, pero eso ya lo sabía,
Hunhau se lo dijo mucho antes que pusiera la primera pieza.
- Recuerdo que estaba observando el reloj de
mi abuela en la exhibición de la subasta del día siguiente – le contesté al
hombre de barba blanca.
- ¿Y qué sucedió entonces?
- Lo revisé con detención. Lo descolgué y
abrí su mecanismo. Ese reloj es mágico. Funciona desde siempre y jamás se ha
reparado ni se le ha dado cuerda. Es maravilloso. Es un Rolex original
fabricado a mano por el fundador de la marca, a principios del siglo veinte [S.
XX]. Es típico de la época. Un octágono construido en madera de jacarandá. Una
madera muy valiosa y resistente, y posee propiedades únicas de aislamiento acústico,
por eso es la preferida por los artesanos para hacer relojes. ¿Entiende? – El
hombre asiente con una sonrisa y se sienta en una silla que juraría no estaba
ahí antes. Lo miro extrañado, pero en lugar de preguntar, continúo –. Bueno, en
realidad no importa de qué está hecho el reloj. Lo importante es que a pesar de
ser un reloj suizo del siglo pasado, tiene unos tallados muy extraños. Unos jeroglíficos
característicos de las culturas mesoamericanas, como los mayas o algo así.
¿Interesante, cierto?
-
¡Mucho! Por cierto. Me encantaría oír más –
el hombre me observa como si fuera un conejillo de indias, un bicho raro en un
lugar raro. Sin embargo, algo no me permite desconfiar de él.
-
Bueno, el asunto con el reloj – continúo -
es que además de único por los tallados mayas, por ser un Rolex fabricado a
mano, porque está decorado con oro de veinticuatro quilates [24K] y por un sin
fin de razones más… el reloj es único porque era de mi abuela. Ella me lo
regaló la noche cuando… – siento el ardor del llanto en mis ojos, pero continúo
como si nada sucediera –Como sea. Esa noche hablamos durante horas y antes que
me pidiera que la dejara sola, porque quería dormir, me dijo que ese reloj era
mi herencia. Que sin importar lo que pasara, el reloj era mío. Era su regalo
para mí. Y yo le juré que lo conservaría toda la vida.
Desde pequeño, Hans Roleix observó a su padre fabricar relojes. Le
fascinaban los engranajes y sus pequeños dientes. Le encantaba verlos girar,
pero lo que más le agradaba era el incesante sonido que hacían, un tic tac
infinito, como una gota tras otra que cae en un lago en perfecta calma. Él
sabía que la razón de ese particular sonido es la oscilación del volante y su
espiral metálica. Ése es el corazón del reloj. La pieza que bombea la energía
vital para hacer girar los engranajes.
Gracias a su amor por su padre, su fascinación por los engranes y su
obsesión por la medición del tiempo, Hans progresó mucho más rápido que su
mentor y a los doce [12] años logró fabricar su primer cronómetro. Eso si no
contaba los relojes de sol y de arena que hizo a modo de experimento cuando era
apenas un crío.
Pero a medida que crecía, su progenitor envejecía. Muy joven, a los
treinta y cuatro [34] años, su padre sufrió una artritis feroz, que al cabo de treinta
y seis [36] meses deformó sus dedos de tal manera, que no pudo trabajar más con
las manos. En esa época Hans tenía quince [15] años y se hizo cargo de la
empresa familiar. Pronto recibió su primer pedido, y luego su segundo y
tercero, y comprendió que el tiempo de entrega de sus relojes le impedía lograr
la perfección del mecanismo dentro de ellos. No tenía tiempo para crear una
maquina perfecta para medir el tiempo. No entendía la paradoja que aquella frase
planteaba, pero sí sabía que descubriría la solución.
Tardó más de un año en comprender que solo lograría hacer un reloj perfecto
si usaba toda su vida en ello (o quizá la vida de otro). Entonces decidió que le
regalaría a su padre el reloj perfecto el día de su cumpleaños cincuenta [50].
Tenía dieciséis [16] años.
-
Esa noche me quedé a dormir en casa de mi
abuela. Confieso que me levanté varias veces para ver el reloj. Algo en él me
atraía más allá de cualquier razón lógica. Yo acababa de volver a Chile y lo
hice exclusivamente porque mi abuela fue hospitalizada. Esa vieja tenía la
salud de un roble, así que si cayó a la clínica es porque algo grave le sucedía.
Estuvo dos semanas hospitalizada. El médico me dijo que no creía que saliera con vida, pero
lo hizo. Sobrevivió hasta la casa sólo para llevarle la contra al doctor –
sonrío, pero el hombre de barba no comparte mi sentido del humor -. Como sea.
El hecho es que a las cinco treinta y siete de la mañana [05:37 A.M.] del diecinueve
de enero de dos mil diez [19/01/2010], el reloj tañó con una letanía mortuoria.
Yo sabía que eso era imposible, pues una de las cosas que dijo mi abuela fue
que el reloj marcaba la hora con una perfección inaudita, pero que el
fabricante nunca arregló sus campanas, así que éstas nunca funcionaron – miré a
mi interlocutor con curiosidad. Esperaba ver en su rostro algún asomo de
sorpresa o interés, pero nada – Se da cuenta – insisto - ¡Un reloj mágico! Tal como
le dije antes – como la expresión del hombre de barba permanece vacía,
continúo. Intento recordar los detalles, repetirlos en mi mente para ubicarme,
pero todo parece difuso en mi memoria -. Entonces fui donde mi abuela a verla. Para
contarle lo del reloj y sus campanadas. No pensé en la hora, solo quería hablar
con ella.
Cuando Hans empezó la titánica tarea de construir el reloj perfecto, consumió
años solo para lograr engranajes exactos, tanto en peso como medida, pero
pronto se dio cuenta que sin importar lo que hiciera, esos engranes siempre
perderían un segundo cada trescientos sesenta y cinco [365] días. Y peor, aún
cuando consiguiera compensar ese segundo al año, siempre tendría el problema de
la cuerda. El reloj debía funcionar solo, eterno y perfecto hasta el fin de los
días. El sistema de péndulo ofrecía una solución más perdurable, pero igual
terminaba por detenerse. Eso sin contar que a cada movimiento, el roce lo hacía
un poco más lento, lo que producía la pérdida de dos milisegundos [0,002 s] al día.
Aunque este sistema era mucho más preciso, no era perfecto. Y mucho menos
eterno.
Hans sabía que el secreto del movimiento del reloj radicaba en su
corazón, en el tic tac que produce el volante y su resorte en espiral. El
problema es que las espirales pierden elasticidad con el aumento de la temperatura, por lo que el volante oscila más lento. Buscó compensar esta
pérdida a través de la manipulación del mecanismo y para lograr un movimiento constante,
desarrolló un rotor perpetuo que da cuerda a la maquinaria al agitar el volante,
pero esta solución traía consigo otra pregunta: ¿cómo mover en forma continua un reloj de pared? En uno de pulsera podría funcionar, por el movimiento del
brazo, incluso en uno de bolsillo, pero en uno de pared, nunca. Sería ridículo
descolgarlo una vez a la semana para zarandearlo y después ponerlo de nuevo en
su lugar.
Atascado en este dilema, Hans buscó durante dos [2] años una solución. Entonces
volvió a sus inicios, cuando creó su primer reloj de sol. Si bien no tenía la
exactitud de los engranajes, el sistema era incansable, mientras hubiera luz, marcaría
las horas eternamente. Entonces comenzó a investigar para descubrir cómo
llevar esta idea a su maquinaria. Estudió a los egipcios y entendió que ellos
concebían el tiempo a través del dios Ra, quien da y quita la vida. Pero su
tecnología era demasiado rudimentaria. Sin embargo, esta exploración lo llevó a
descubrir a los mayas y la forma en que ellos entendían el funcionamiento del
universo. Al igual que los egipcios, los mayas también se guiaban por el sol
para medir el tiempo, pero ellos fueron un paso más allá y crearon un
calendario perfecto, mucho más exacto y complejo que el georgiano, pues estaba normado
por el movimiento de las estrellas y no sólo por el sol y la luna. Unidades de
tiempo perfectas y eternas, justo lo que Hans Roleix buscaba.
-
Cuando entré a su pieza, la vi tendida de
espalda. Lucía tan delgada y frágil que no me atreví a despertarla – sonrío con
melancolía –. Me quedé observándola. Bajo las mantas, su cuerpo apenas era
visible, por eso tardé unos minutos en darme cuenta que no se movía. Puse mi oreja
en su pecho y entonces lo supe. Había dejado de respi… – un amargo sollozo me
ahoga y evita que continúe.
-
Lo entiendo mi amigo. La muerte es algo que
todos nos afecta. No se preocupe - lo miro con honda congoja, pero las palabras
del hombre de barba son frescas y reconfortantes. Además, debía recordar cómo
llegué ahí.
-
Lo siento. Éste es un tema muy delicado para
mí. Amé a mi abuela demasiado para expresarlo con palabras, y aunque ya han
pasado semanas desde su partida, aún me cuesta contener las lágrimas.
-
Lo entiendo. De verdad. No se preocupe.
Suspiro amargamente y luego continúo.
-
Al verla ahí, le tomé la mano y comencé a
hablarle. Tenía la infantil esperanza que si me escuchaba, quizá decidiera
volver. Recordé cuando era niño y me daba chocolates, o cuando me compraba
libros como regalo de cumpleaños… – sonrío con melancolía y el hombre de barba
blanca me devuelve la sonrisa, pero la de él es acogedora como una tarde de
invierno frente a la chimenea -. Como sea – continúo -. Mientras más hablaba,
más evidente era que no iba a regresar. Entonces le supliqué que volviera,
aunque fuera para despedirnos – miré a mi interlocutor con la esperanza que adivinara
lo que sucedió, pero nada dijo –. Y mientras apretaba su mano helada y lloraba
por su partida, las campanas del reloj volvieron a sonar.
-
Interesante – comenta él.
-
Más que interesante. ¡Milagroso! Antes de
esto, yo no creía en la vida después de la muerte. Ahora estoy seguro que esas
campanadas fueron la forma en que mi abuela se despidió de mí. Usted pensará
que estoy loco, pero no me importa. ¡Yo sé que es verdad! Ese reloj es mágico…
Hans se obsesionó tanto con los mayas y su calendario, que como un rayo
de luz en medio de la tormenta, la solución apareció ante él en la forma de una
revelación: el único modo de crear un reloj perfecto era ir a México y ahí
estudiar a los mayas y su increíble sistema para medir el tiempo.
Apenas pisó tierras mexicanas y como si estuviera predestinado para
ello, conoció a Hunhau, un chamán maya que prometió enseñarle los secretos del
tiempo astral. Sin embargo, lo primero que Hunhau le advirtió fue que el tiempo
es una virtud de los dioses y para acceder a su perfecta sincronía debían
adentrarse en los misterios de la cosmología maya.
Hans Roleix era un joven impulsivo y se embarcó en esta aventura sin
pensar en las consecuencias que aquella decisión acarrearía. Se internó con
Hunhau en la selva centroamericana y vivió ahí durante tres [3] años. En ese período
comprendió que para ellos, el tiempo es mucho más que una forma de medir el
espacio temporal transcurrido, es el modo de representar un ciclo eternamente
repetido, una rutina que se reitera cincuenta y dos [52] veces cada cincuenta y
dos [52] años mayas, y que representa la eterna pugna entre la vida y la
muerte. Entendió que el tiempo, aunque parece infinito, tiene un inicio y un
final.
Durante su estadía, Hans estudió todo sobre el tiempo y sus
características, pero no descubrió la forma de crear un reloj perfecto. Tras
mil ciento treinta y dos [1.132] días en la selva, Hunhau le preguntó si
encontró la respuesta que buscaba, pero Hans confesó que aunque adquirió
grandes conocimientos, no pudo solucionar su problema. Entonces, y por primera
vez desde que conociera al chamán, le contó la verdadera razón de su viaje. Hans
le mostró a Hunhau varios bosquejos de su reloj perfecto. Era una obra de
ingeniería maravillosa. Logró evitar la pérdida de un segundo al año al hacer
circular el mecanismo a través de cincuenta y dos [52] engranajes y consiguió
que la oscilación del volante fuera perfecta y suave, exacta hasta al infinito,
pero eso de nada servía, pues aún no podía solucionar el problema más complejo
de todos: que funcionara sin cuerda hasta el fin de los tiempos.
-
Después de la muerte de mi abuela, mi
familia decidió subastar todos sus muebles para pagar una deuda que ella
mantenía con el banco. Y sin importar cuánto supliqué para que me regalaran el
reloj, la respuesta fue siempre la misma: “ese reloj es demasiado valioso para
dártelo. Si lo quieres, tendrás que comprarlo en la subasta” – el hombre de
barba asiente con una sonrisa comprensiva. Es la primera vez que noto en él
real interés por mi historia, así que motivado por esto, continúo –. Pasé
semanas explicándole a mi familia el milagro de las campanadas. Les conté que
ella me lo heredó. Que me lo dio antes de partir. Pero no pude convencerlos y el
reloj se fue a la casa de remates. Así que, como le conté al principio, fui a la
casa de remates a ver el reloj para comprarlo al día siguiente – entonces me
doy cuenta que olvidé lo que pasó después.
-
¿Y qué sucedió entonces?
-
Bueno, no lo recuerdo con exactitud.
Seguramente me fui para la casa – contesto dubitativo.
Cuando Hunhau comprendió el dilema del joven Hans Roleix, se comprometió
a enseñarle la forma de terminar su reloj perfecto, pero para aprehender dicho
conocimiento deberían ir al templo más sagrado de los mayas, un lugar olvidado
por el tiempo y oculto en la espesura de la selva centroamericana. El joven
aceptó gustoso y se mostró dispuesto a realizar cualquier sacrificio que fuera
necesario. Hunhau sonrió satisfecho y le explicó que estaba muy cerca de lograr
su objetivo, solo faltaba un último detalle: la energía que mueve el reloj. Hans,
que ya sabía eso, no imagina de qué forma un indio sin educación podría lograr
lo que él, el relojero más famoso de toda Europa, era incapaz de solucionar. Sin
embargo…
Hunhau le explicó que estaba bien encaminado, la idea de los cincuenta y
dos [52] engranes era brillante y la forma de combinarlos representaba una
solución digna del dios maya Hunab Kú. Pero lo que él nunca dominaría es la
energía vital del tiempo, que es la única forma de lograr un movimiento eterno
y perfecto hasta el fin de los días. Ésta es una virtud que solo domina Hunab Kú, dador del movimiento y la medida.
Sin embargo, Hunhau sabía cómo hacerlo.
Hans Roleix y Hunhau se internaron aún más en la selva, hasta llegar a
un templo abandonado hacía milenios. El chamán le explicó que ahí se inició
todo y en ese mismo lugar, también habría de terminar.
Hunhau le dijo que para lograr su objetivo debía fabricar la espiral del
volante con una aleación de oro, paladio y plata. Luego dibujó un pictograma al
centro de un octágono perfecto y cercándolo, cincuenta y un [51] símbolos más
pequeños. Esos jeroglíficos habrían de absorber la energía vital del tiempo y
la canalizarían a través del volante y su resorte en espiral. Entonces tomó un
cuchillo e hizo un corte en su mano derecha. Bañó con sangre la hoja y se la
dio a Hans. Él debía usar esa navaja para tallar con exactitud cada grabado alrededor
del cuerpo del reloj e introducir la maquinaria en el centro exacto del pictograma
octogonal. Hans pasó más de seis meses tallando la madera y construyendo las
piezas del reloj. Cuando por fin terminó de elaborar las partes y piezas
que solo podían ser creadas dentro del templo, las
embaló y etiquetó con estricto orden y cuidado.
Antes de marchar, Hunhau advirtió a Hans que debía firmar su obra con su
apellido labrado en oro, sino Hunab Kú lo maldeciría hasta el fin de los cincuenta
y dos [52] ciclos. Por último, debía sellar el cuerpo del reloj con oro, el
único metal capaz de conservar la energía divina y mantenerla encerrada en su
interior. Lo único que no podría hacer es que las campanas repicaran cada hora,
pues ése era tiempo de hombres y el reloj que él se disponía a construir, marca
el cronograma del universo y para las estrellas no existen las horas, sólo los
ciclos. La muerte de uno da inicio al siguiente.
Cuando Hans se embarcó de vuelta a Europa, llevaba en sus maletas todo
cuanto necesitaba para lograr su sueño: la medición exacta del tiempo desde el principio
hasta el fin. Durante el viaje se acordó de Hunhau y trató de imaginarlo, pero
no lograba darle forma, no sabía si era joven o anciano, alto o bajo, delgado o
gordo, sólo tenía un recuerdo brumoso que se construía a través de palabras y
sonidos, pero ninguna imagen acompañaba al chamán.
Para cuando llegó a puerto, Hans había olvidado por completo a su maestro
maya y sólo pensaba en lo cerca que estaba de completar su sueño. Paradójicamente,
el tiempo estaba en su contra, pues apenas quedaban dos [2] años para el
cincuentenario de su padre.
-
El día de la subasta llegué temprano y con
la ansiedad de un niño que espera al viejo pascuero, aguardé que remataran el
reloj. Cuando empezó la puja, me di cuenta de inmediato que la lucha sería
difícil. De partida, la postura mínima fue de seis millones de pesos [$6.000.000]
y de ahí subió como la espuma de la cerveza en una mesa de borrachos – miré a
mi interlocutor, pero mi chiste ni siquiera le provocó una mueca. Tampoco lo
hizo el valor del reloj –. Bueno, quizá usted no crea que un reloj pueda costar
tanto, pero ése no es un reloj cualquiera, como ya le dije antes. Primero, es
un Rolex hecho a mano por el fundador de la marca. Además, tiene adornos de
oro. Y los extraños tallados mayas que ya le mencioné e incluso, según me
enteré por el martillero, la espiral que da cuerda al reloj está hecha de oro
blanco. Usted debiera haber estado ahí. El martillero, un sr. Eyzaguirre, era
de lo más divertido, mientras subía el valor, él agregaba detalles anecdóticos
a la historia del reloj, como que su antigua dueña fue la persona cincuenta [50]
que lo tuvo en su poder. Imaginé cómo habría sido la vida de los otros
cuarenta y nueve [49] y entendí que yo sería el dueño número cincuenta y uno [Nº
51] – el hombre de barba blanca permanece inmóvil en su silla. Su presencia es
sobrecogedora de alguna extraña manera -. El martillero también contó que para
construirlo el fabricante hizo un pacto con el diablo. Luego trató de engañar
al diablo y por eso, ahora el reloj está maldito y es capaz de predecir la hora
de la muerte de su dueño – sonreí con aire autosuficiente pero no encontré nada
en la expresión de mi interlocutor, ni sorpresa, ni emoción, ni deseo, ni nada.
Solo barba blanca. A esas alturas, decidí que no me interesaba lo que él pensara.
Lo único que quería era recordar como llegué hasta ahí –. Como sea. Me
sorprendí al descubrir que el martillero sabía más del reloj que yo. Luego
pensé que solo estaba inventando cosas para subir el valor de la subasta, pero de
inmediato recordé la muerte de mi abuela y las campanas antes y después de su
partida – siento el amargo sabor de las lágrimas cuando están a punto de aflorar,
pero me aguanto -. Yo sabía que la maldición era verdadera, pues fui testigo
privilegiado. Para esas alturas el valor del reloj rozaba los nueve millones y
medio [9.500.000]… es curioso, pero cada vez me cuesta más recordar lo que pasó
– miro el espacio vacío que nos rodea e intento rememorar, pero nada salta a mi
mente -. Como sea. Cuento corto, compré el reloj por quince millones doscientos
cincuenta mil pesos [$15.250.000].
El primero de junio de mil novecientos diez [01/06/1910], el día del
cumpleaños cincuenta [50] de su padre, Hans envolvió con delicadeza su regalo.
Lo tomó en sus brazos y comenzó a bajar las escaleras, pero antes de llegar al
último peldaño, escuchó tañer las campanas y luego el grito de su madre y
hermana. Corrió hasta el comedor familiar solo para encontrar a su padre botado
sobre la torta de cumpleaños, con los ojos blancos y un hilillo de baba y
sangre fluyendo con lentitud de su boca.
Hans Roleix recordó a Hunhau y su advertencia. Abrió el paquete y puso su
regalo frente al cadáver de su padre, con la esperanza que por lo menos su alma
lograra verlo. Entonces las campanas repicaron con sus sones de muerte y Hans
comprendió que ese sonido era su padre diciendo adiós.
Meses después, su madre le preguntó por qué firmó Rolex en el reloj en
lugar de “Roleix”, a lo que Hans se limitó a contestar que se quedó sin oro
para hacer la “i”. Hans guardó su pecado hasta la tumba y junto con él, murió
también su secreto.
Hans Roleix Wilsdorf falleció la madrugada del trece de septiembre de
mil novecientos veinticuatro [13/09/1924]. Tenía cincuenta y dos [52] años y lucía
una prominente barba blanca. Su expresión era serena.
-
Y qué pasó cuando compró el reloj –
preguntó el hombre de barba.
-
No lo sé. ¡Espera!… - un sonoro silencio
invadió el espacio donde estábamos – ¡ahhh sí! Ahora lo recuerdo. Unos días
después fui a buscar el reloj y me fui con él a la casa y entonces… - busqué en
mi memoria para sonsacar de sus recovecos lo sucedido, pero nada conseguí,
aunque por fin pude notar la ansiedad dibujada en el rostro de mi interlocutor.
Eso me hizo recordar –. Entonces… escuché sonar las campanas del reloj.
olvidé mencionar que las campanadas del reloj de mi abuela fueron reales... cuando ella falleció, las campanas de su reloj (que estaba malo desde hacía décadas) sonaron con lentitud... fue este misterioso evento el que inspiró este relato...
ResponderEliminarAdiós Meme, descansa en paz...
este cuento fue galardonado en el III concurso de relatos cortos de Quirón. Aquí los links:
ResponderEliminar> http://www.20minutos.es/noticia/1280508/0/
> http://www.noticiasdegipuzkoa.com/2012/01/21/vecinos/quiron-entrega-a-sus-pacientes-el-libro-del-premio-quiron-de-relatos
Me gustó :D
ResponderEliminarBuen cuento, estimado.
ResponderEliminarTengo un par de reparos en la ejecución y la extensión, pero da igual.
Abrazos!
Maravillosa historia, amigo. Gracias por compartirla.
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