El Pito transpira copiosamente. Su corazón galopa agitado en el pecho. Está de pie con un cuchillo carnicero en su mano derecha. Luce golpes, cortes y magulladuras por todo el cuerpo. La pelea fue brutal, pero al final, resultó victorioso. Ahora debe decidir qué hacer. Su mirada baila entre el hombre arrodillado frente a él y la puerta. ¿Y si entra alguien? ¿Y si lo ven? Él está indefenso.
Incluso de rodillas, Benjamín lo amenaza, lo desafía, pero el Pito permanece inmóvil. Piensa en las consecuencias. Sopesa sus opciones. Entonces observa el rostro de su rival, deformado por la rabia y la impotencia. Lo ve mover la boca, sacudir los brazos. Chilla como un cerdo en el matadero. No escucha lo que dice, el único sonido que siente es un pitillo agudo que llena su cabeza. Sabe lo que debe hacer y sin embargo… entonces suspira, cierra los ojos y con un certero movimiento entierra el cuchillo en la garganta de su rival. Luego retrocede.
El tiempo se detiene, el sonido desaparece, la habitación gira, los colores se blanquean frente a sus ojos. Benjamín se levanta, pero cae de inmediato. Intenta gritar pero ninguna palabra sale de su boca, solo un ruido acuoso, como si hiciera gárgaras después de lavarse los dientes. El mango negro y su filo reluciente se mueven como un péndulo que cuelga del cuello. Apenas hay sangre en la herida, hasta que el cuchillo cae y entonces el fluido rojo sale a presión desde su garganta.
“¿Cómo llegué a esto?”, se pregunta el Pito. Luego se desmaya.
Cuando dejo de escribir, una lágrima escurre por mi rostro hasta golpear la tecla “M”. Muerte, pienso. El cursor parpadea, el teclado enmudece. Me levanto y observo el cielo por la ventana redonda. El día está nublado, melancólico. Pienso en la última frase: ¿Cómo llegué a esto? Entonces recuerdo el cumpleaños 40 del Máster. En esa fiesta nos reunimos todos: el guatón, Sotov, Jimbo, Valdés, el festejado y por supuesto, yo. Esa velada fue memorable, tanto por su duración (viernes, sábado y domingo) como por la cantidad de drogas y féminas reunidas. Sin embargo, mi disputa con Benjamín empezó después. Y como suele suceder, una mujer fue la causa.
Intento volver el tiempo atrás, al comienzo de todo. Pequeños retazos de memoria llenan mi mente con imágenes inconexas. Sí. Ahora lo recuerdo. El principio fue el final del taller literario…
miércoles, 17 de noviembre de 2010
martes, 26 de octubre de 2010
Hay cosas peores
“Esto es lo peor que me pudo pasar. Nunca lo superaré. La amo demasiado”, se repite Juan una y otra vez. Camina ebrio por la playa con la extraña sensación que hay algo onírico en lo acontecido. Como si no fuera real lo que acaba de ver. Repasa mentalmente las imágenes en su cabeza, les busca un fallo, un error, algo que indique que sólo soñó ver a su esposa acostada con Pedro, su mejor amigo. Pero no puede mentirse. Levanta la botella de güisqui y da un largo trago. Conoció a María en el colegio y desde entonces no existe otra mujer para él. Muy pocos podrían decir que han amado tanto. Y nadie se ha sacrificado más que él.
Recordarla jadeante sobre el cuerpo de Pedro lo llena de una angustia tan grande, que pronto se transforma en dolor físico, un revoltijo de tripas, un calambre en el estómago, una agonía tan inmensa que lo hace caer como un ovillo sobre la arena húmeda. Sus lágrimas se hielan sobre las mejillas.
La luna llena brilla entre las nubes, encima de la cabeza de Juan, pero él es incapaz de ver por encima de su propio dolor. Ni siquiera siente el frío que cala sus huesos. También lo ayuda la botella de güisqui y su ebriedad. A duras penas se levanta… maldice su suerte, llora de rabia, de impotencia, se odia a sí mismo. Nada podría ser peor. El amor de su vida lo engaña con su mejor amigo.
Camina hasta llegar a un acantilado de rocas, un lugar que conoce bien, pues ahí va a mariscar desde que era un niño. Cuando estaba en tercero medio tuvo su primer hijo con María y se vio obligado a dejar el colegio para trabajar. Los profesores decían que tenía un gran futuro y Juan pensaba lo mismo. Soñaba con estudiar ingeniería industrial y ser un empresario exitoso. Tenía grandes proyectos, pero todo se frustró con el nacimiento de su hijo. En ese entonces no lamentó su suerte, porque podría terminar el colegio de noche y en las mañanas, mariscar para ganar dinero. Sus sueños aún estaban ahí, al alcance de su mano. Se sienta en la orilla del acantilado a ver las olas reventar, diez metros más abajo. La brisa marina le moja el rostro y el olor salobre del mar llena sus pulmones. Esta sensación siempre le ha alegrado, pero esa noche sólo puede sentir aquel extraño vacío en el estómago, la vacuidad que produce el amor cuando se rompe.
Después del nacimiento de su primer hijo las cosas no fueron fáciles para Juan, pero estaba enamorado y nada podía borrarle la estúpida sonrisa del rostro. Entre su trabajo de mariscador y los estudios, tardó tres años en terminar tercero y cuarto medio, pero en la PSU sacó tan buen puntaje que pudo regodearse a la hora de elegir universidad. Consiguió el máximo nacional en matemáticas y obtuvo una beca en la Universidad Santa María de Valparaíso. Ahora sólo a estudiaría, pues con la beca pagaría sus estudios y con lo poco que sobre, alimentaría a María y su hijo. Pero la vida volvió a retrasar sus sueños: un segundo bebé venía en camino.
Cuando su hija nació tuvo que volver a mariscar, la beca no alcanzaba para todo. Trató de trabajar en las madrugadas y estudiar por las noches, pero no pudo, pues tenía que cuidar a sus hijos para que María saliera con sus amigas. Decidió que por su familia podría retrasar un poco más sus sueños. Congeló en la universidad y dedicó todo su tiempo a la casa y el trabajo. Pero estaba enamorado y eso le bastaba para ser feliz. Aún conservaba esa sonrisa idiota, pero ahora la coronaban dos grandes ojeras. Veinte años han pasado desde entonces y Juan no ha dejado de amar a María ni un solo día. Levanta la botella de güisqui y da un gran sorbo. Las nubes se abren y la luna llena ilumina todo con una luz amarilla y aterciopelada.
Juan mira al otro extremo del acantilado y encuentra un lugar mejor para ver el mar en esa noche de amores rotos y sueños jubilados. Camina tambaleante cuando un descuido lo hace caer por el barranco. Se golpea repetidas veces en la pared de roca antes de llegar al fondo. Trata de pararse, pero tiene una pierna rota y sólo consigue sentir un dolor espantoso, peor que descubrir a María con Pedro. Se mira la pierna y ve que el hueso atraviesa la carne. Se toca el rostro y siente la sangre caliente correr. Una ola explota y lo cubre hasta la cintura. Una más grande la sigue y esta vez, el agua llega hasta su cuello y la corriente casi lo arrastra. La borrachera desaparece, igual que la luna, María y el resto del mundo. Sólo está el mar y él, y entre ellos, la lucha por sobrevivir.
Con un esfuerzo sobrehumano, Juan se arrastra para alejarse del agua. Entonces se da cuenta que también tiene un brazo roto, pero si quiere vivir, debe subir a unas rocas medio metro más arriba. Con un brazo y una pierna intenta alzar su cuerpo inerte. Un dolor febril lo hace gritar mientras cierra el ojo izquierdo para evitar que la sangre entre en él. Después siete olas y diez minutos de angustia, que para él fueron horas, Juan está a salvo sobre la roca. Ahora el mar no amenaza con arrastrarlo, las olas que revientan lo mojan con la periodicidad de un péndulo.
Juan piensa esperar ahí hasta que sus compañeros vayan a mariscar a las cinco de la madrugada. Sólo debe resistir unas cuantas horas, aunque el dolor hace que sienta el cuerpo agarrotado y la mente enlodada. Tampoco lo ayudan los tres grados bajo cero que hay esa noche.
Mojado, con el cuerpo cubierto de sal y sangre, con la piel de gallina y periódicos espasmos de dolor y frío, Juan mira la vida con otros ojos. Ahora María parece un sueño nuboso. Intenta dormir, pero cada vez que cierra los ojos un violento dolor le recorre la espalda.
A las cinco de la mañana, sus colegas llegan al acantilado y lo ven. Juan está adormilado, igual que sus sueños de empresario, entonces una ola lo moja de pies a cabeza y recuerda donde está. Pensó que no lo lograría, pero ahí están sus compañeros.
Cuando el helicóptero de la armada aparece en el cielo, son las nueve de la mañana y lo peor ya pasó. Al menos, eso piensa Juan, hasta que ve a María gritarle desde la cima del acantilado. Junto a ella está Pedro. Entonces recuerda como galopaba desnuda sobre su amigo, y sus sueños largamente postergados aparecen en su memoria. Los marinos lo inmovilizan sobre la camilla y lo suben al helicóptero.
Aunque los analgésicos son poderosos, aún le duele todo, en especial la pierna. Con los ojos entreabiertos ve alejarse a María y Pedro, quienes le hacen señas desde el acantilado.
- Señor… ¡Señor, reaccione! – le dice un joven de pelo corto y vestido con traje de buzo – dígame algo.
Juan apenas consigue susurrar unas palabras ininteligibles. El joven se acerca para escucharle.
- Dígale... dígale a María... que se vaya a la concha de su madre…
Recordarla jadeante sobre el cuerpo de Pedro lo llena de una angustia tan grande, que pronto se transforma en dolor físico, un revoltijo de tripas, un calambre en el estómago, una agonía tan inmensa que lo hace caer como un ovillo sobre la arena húmeda. Sus lágrimas se hielan sobre las mejillas.
La luna llena brilla entre las nubes, encima de la cabeza de Juan, pero él es incapaz de ver por encima de su propio dolor. Ni siquiera siente el frío que cala sus huesos. También lo ayuda la botella de güisqui y su ebriedad. A duras penas se levanta… maldice su suerte, llora de rabia, de impotencia, se odia a sí mismo. Nada podría ser peor. El amor de su vida lo engaña con su mejor amigo.
Camina hasta llegar a un acantilado de rocas, un lugar que conoce bien, pues ahí va a mariscar desde que era un niño. Cuando estaba en tercero medio tuvo su primer hijo con María y se vio obligado a dejar el colegio para trabajar. Los profesores decían que tenía un gran futuro y Juan pensaba lo mismo. Soñaba con estudiar ingeniería industrial y ser un empresario exitoso. Tenía grandes proyectos, pero todo se frustró con el nacimiento de su hijo. En ese entonces no lamentó su suerte, porque podría terminar el colegio de noche y en las mañanas, mariscar para ganar dinero. Sus sueños aún estaban ahí, al alcance de su mano. Se sienta en la orilla del acantilado a ver las olas reventar, diez metros más abajo. La brisa marina le moja el rostro y el olor salobre del mar llena sus pulmones. Esta sensación siempre le ha alegrado, pero esa noche sólo puede sentir aquel extraño vacío en el estómago, la vacuidad que produce el amor cuando se rompe.
Después del nacimiento de su primer hijo las cosas no fueron fáciles para Juan, pero estaba enamorado y nada podía borrarle la estúpida sonrisa del rostro. Entre su trabajo de mariscador y los estudios, tardó tres años en terminar tercero y cuarto medio, pero en la PSU sacó tan buen puntaje que pudo regodearse a la hora de elegir universidad. Consiguió el máximo nacional en matemáticas y obtuvo una beca en la Universidad Santa María de Valparaíso. Ahora sólo a estudiaría, pues con la beca pagaría sus estudios y con lo poco que sobre, alimentaría a María y su hijo. Pero la vida volvió a retrasar sus sueños: un segundo bebé venía en camino.
Cuando su hija nació tuvo que volver a mariscar, la beca no alcanzaba para todo. Trató de trabajar en las madrugadas y estudiar por las noches, pero no pudo, pues tenía que cuidar a sus hijos para que María saliera con sus amigas. Decidió que por su familia podría retrasar un poco más sus sueños. Congeló en la universidad y dedicó todo su tiempo a la casa y el trabajo. Pero estaba enamorado y eso le bastaba para ser feliz. Aún conservaba esa sonrisa idiota, pero ahora la coronaban dos grandes ojeras. Veinte años han pasado desde entonces y Juan no ha dejado de amar a María ni un solo día. Levanta la botella de güisqui y da un gran sorbo. Las nubes se abren y la luna llena ilumina todo con una luz amarilla y aterciopelada.
Juan mira al otro extremo del acantilado y encuentra un lugar mejor para ver el mar en esa noche de amores rotos y sueños jubilados. Camina tambaleante cuando un descuido lo hace caer por el barranco. Se golpea repetidas veces en la pared de roca antes de llegar al fondo. Trata de pararse, pero tiene una pierna rota y sólo consigue sentir un dolor espantoso, peor que descubrir a María con Pedro. Se mira la pierna y ve que el hueso atraviesa la carne. Se toca el rostro y siente la sangre caliente correr. Una ola explota y lo cubre hasta la cintura. Una más grande la sigue y esta vez, el agua llega hasta su cuello y la corriente casi lo arrastra. La borrachera desaparece, igual que la luna, María y el resto del mundo. Sólo está el mar y él, y entre ellos, la lucha por sobrevivir.
Con un esfuerzo sobrehumano, Juan se arrastra para alejarse del agua. Entonces se da cuenta que también tiene un brazo roto, pero si quiere vivir, debe subir a unas rocas medio metro más arriba. Con un brazo y una pierna intenta alzar su cuerpo inerte. Un dolor febril lo hace gritar mientras cierra el ojo izquierdo para evitar que la sangre entre en él. Después siete olas y diez minutos de angustia, que para él fueron horas, Juan está a salvo sobre la roca. Ahora el mar no amenaza con arrastrarlo, las olas que revientan lo mojan con la periodicidad de un péndulo.
Juan piensa esperar ahí hasta que sus compañeros vayan a mariscar a las cinco de la madrugada. Sólo debe resistir unas cuantas horas, aunque el dolor hace que sienta el cuerpo agarrotado y la mente enlodada. Tampoco lo ayudan los tres grados bajo cero que hay esa noche.
Mojado, con el cuerpo cubierto de sal y sangre, con la piel de gallina y periódicos espasmos de dolor y frío, Juan mira la vida con otros ojos. Ahora María parece un sueño nuboso. Intenta dormir, pero cada vez que cierra los ojos un violento dolor le recorre la espalda.
A las cinco de la mañana, sus colegas llegan al acantilado y lo ven. Juan está adormilado, igual que sus sueños de empresario, entonces una ola lo moja de pies a cabeza y recuerda donde está. Pensó que no lo lograría, pero ahí están sus compañeros.
Cuando el helicóptero de la armada aparece en el cielo, son las nueve de la mañana y lo peor ya pasó. Al menos, eso piensa Juan, hasta que ve a María gritarle desde la cima del acantilado. Junto a ella está Pedro. Entonces recuerda como galopaba desnuda sobre su amigo, y sus sueños largamente postergados aparecen en su memoria. Los marinos lo inmovilizan sobre la camilla y lo suben al helicóptero.
Aunque los analgésicos son poderosos, aún le duele todo, en especial la pierna. Con los ojos entreabiertos ve alejarse a María y Pedro, quienes le hacen señas desde el acantilado.
- Señor… ¡Señor, reaccione! – le dice un joven de pelo corto y vestido con traje de buzo – dígame algo.
Juan apenas consigue susurrar unas palabras ininteligibles. El joven se acerca para escucharle.
- Dígale... dígale a María... que se vaya a la concha de su madre…
jueves, 15 de julio de 2010
El nacimiento
Capítulo 2 de la novela "Ngen Mapu. El dueño de la tierra"
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2.
El imponente percherón negro corre despavorido por la ribera. La luna apenas alumbra el camino que bordea el río calle-calle, pero él conoce bien el trayecto. Muchas veces lo ha recorrido. A pesar de su carácter orgulloso y valiente, galopa aterrorizado, como si quisiera arrancar de la fusta de su jinete. No entiende que sucedió, pero sabe que es malo. Y por eso, ahora corre como rajadiablos.
Su jinete, una mujer embarazada, aguanta el duro andar de su montura. Con una mano toma las riendas y con la otra sujeta su barriga, que sube y baja al ritmo del galope. Tiene treinta y cuatro semanas de embarazo. En su angustia, recuerda cuando le regalaron el caballo, siendo el percherón apenas un potrillo de meses. En ese entonces se acababa de casar y la joven pareja vivía en un nido de rosas. Si hubiera sabido como acabaría. Pero no se mortifica por ello. Por el contrario, hacía tiempo que deseaba que aquella farsa terminara. Él iba a los burdeles y desaparecía por semanas. Cuando regresaba, desahogaba su impotencia en su cuerpo. Ella lo soportaba todo, porque así la habían criado. Porque era su marido y estaba en su derecho.
El percherón desde potrillo destacó por su gran tamaño. De pelaje negro azabache, una mancha amarilla en el centro del pecho es la única pinta de color que posee. Es un carbón encendido con brasas bajando desde su cuello. Esa llama amarilla combina perfecta con los hermosos ojos color miel de la mujer.
Después de dos horas al galope, la mujer empieza a dormitar. El caballo, sudoroso, disminuye su loco andar. Al cabo de un rato, el percherón camina siguiendo sus instintos mientras su carga duerme. Avanza por la ribera hasta que el negro cielo comienza a teñirse de azul. Al llegar a una zona donde el río es bajo, cruza al otro lado. Luego sigue un angosto sendero por entre la espesa selva sureña. Avanza sin descansar hasta que el sol se asoma por la cordillera.
Fatigado por el largo viaje, el percherón se detiene a pastar en las faldas del volcán Domuyo. Tal es su tamaño, que no siente la mujer en su espalda. En ese instante, Quintuqueo ve al gigantesco animal. Ha visto caballos antes, pero aún no se acostumbra. Siguen siendo criaturas desconocidas para ella. Pero este caballo negro es impresionante. Es casi del doble del tamaño de los que ha visto antes. Su sudorosa piel refleja la luz como un espejo negro. El vapor que exuda en la fría mañana primaveral lo hace ver más majestuoso. El percherón nota la presencia de la extraña y reacciona nervioso. Quintuqueo sale de los árboles que la ocultan y trata de acercarse. Al hacerlo, el animal huye subiendo un sendero del volcán. La joven española despierta sólo lo necesario para sujetar las riendas y dejarse llevar por el brioso equino. Un traro chilla girando en círculos sobre la machi. Ella mira al ave y ésta agranda los círculos en una espiral que enfila hacia la cima del Domuyo. El sol hace relumbrar al traro.
El caballo llega hasta un claro que es bordeado por un arroyuelo. Sus aguas son alimentadas por la nevada cima del volcán. El animal, agotado, se recuesta lentamente. Aún entre sueños, la mujer logra reaccionar y bajarse del caballo antes que le caiga encima. Está sucia, cansada y con fiebre. A pesar de la montura, el percherón se hecha sobre sus costillas y se queda dormido.
La machi sube por el sendero del volcán, cuya parte más alta termina en curva, en el vértice de la ladera. Está cerca de la cima. Ahí se detiene a descansar, cuando el traro chilla sobre su cabeza. “Tranquilo Pelantaro”, dice la machi, a la vez que se sienta sobre una roca. Suspira mientras observa el infinito manto de verde que se extiende a sus pies.
La magia verde siempre la ha acompañado, aún desde bebé. Como hija de machi, aprendió de su madre el oficio. Pero Quintuqueo fue mucho más allá que su progenitora, descubriendo secretos y magias que su madre no habría soñado. Estudió sistemáticamente las plantas y sus características. Las catalogó y anotó sus propiedades. Inventó brebajes para aliviar el dolor de muelas, basados en ajo y hongos silvestres. También mejoró las pócimas que su madre le había enseñado. Incluso creó un poderoso veneno que al ponerlo en una herida, ésta pronto se infecta y la víctima muere. Gracias a estos conocimientos, Quintuqueo se ganó el respeto de su pueblo. Los enfermos la visitan para que los sane, los caciques y lonkos, para solicitar su consejo. Y con los años, su influencia ha ido creciendo. Nadie sabe cuántos años tiene, pero representa unos cincuenta, aunque sus ojos digan otra cosa.
El traro se posa en una roca junto a la machi. Quintuqueo recuerda cuando vio a Pelantaro por primera vez. Iba caminado por el bosque, cuando el ave voló círculos sobre su cabeza. Ella no hizo caso y siguió buscando los ingredientes para su pócima analgésica. Desde la llegada de los españoles, los mapuches caen enfermos con nuevos males, desconocidos para la machi. Sin remedios para sanar a sus pacientes, Quintuqueo se conforma con aliviar su dolor, dándoles analgésicos naturales. Pero no encuentra el ingrediente más importante, un hongo de color rojo que crece pegado a los troncos caídos. El traro siguió rondando su camino. Cuando se detiene, el ave hace lo mismo, reposando en una rama cercana. Desde allí le chilla mirándola fijo a los ojos, como si quisiera hablarle. Quintuqueo simula no notar su presencia y sigue su camino. Después de mucho andar encuentra lo que busca. Toma un pequeño cuchillo y corta con habilidad las rojas setas que necesita. Las guarda en una pequeña bolsa, que cierra con un cordón y deja sobre el tronco. Un viento helado roza su mejilla. Es el traro, que toma con sus garras la bolsa y vuela con ella. Ese fue su primer encuentro con Pelantaro y su entrada a un mundo más grande.
Habiendo descansado, Quintuqueo se levanta para seguir su camino. Apenas dobla la curva encuentra lo que busca. El gigantesco caballo negro está acostado a unos cinco metros de la mujer que lo montaba. Ambos duermen en un amplio claro bordeado por un arroyo, abrigados por el cálido sol de Noviembre. Avanza con cuidado para no despertar a los extraños. Al llegar junto a la mujer se da cuenta que está embarazada y con la ropa rasgada. Su vientre está desnudo mirando al cielo, y en él, tatuado con fuego, un gran sol dividido en cuatro por dos líneas perpendiculares. El anca del percherón tiene el mismo símbolo. Pelantaro vuela en círculos sobre el claro.
Ella es española, eso lo sabe la machi, pero qué hace ahí. Por qué subió el Domuyo, la montaña de fuego. Y este negro animal, parece un caballo, pero es mucho, mucho más grande. Quizá sea el guardián que el sol ha enviado para proteger a su amante. Quizá la profecía del Domuyo se cumpla por fin. El sol envió a su hijo para liberar al pueblo mapuche del invasor venido del minchemapu. Éstas y otras ideas cruzan por la cabeza de Quintuqueo cuando el caballo despierta y comienza a relinchar asustado. Se levanta en sus dos patas traseras y sus gigantescas pesuñas la hacen retroceder hasta tropezar y caer. De pronto, partida en dos, la montura del caballo cae al suelo y el animal huye libre.
Con tanto ruido, la española despierta y ve a la machi junto a ella. Lo único que sabe de los araucanos es lo que le han dicho: “son animales salvajes, que no creen en dios ni el rey. Si os atrapan, os torturarán hasta la muerte”. Con esta única referencia, la mujer trata de retroceder asustada, pero está demasiado débil. Quintuqueo trata de calmarla con gestos y palabras de alivio. De pronto, fuertes puntadas en el estómago hacen que olvide su temor. Comienza a retorcerse en el suelo y la machi reconoce de inmediato los síntomas. Desde siempre ha ayudado a las mujeres de su pueblo a dar a luz y sabe exactamente qué hacer. Toma a la mujer del tronco y la ayuda a sentarse. Ella se da cuenta que la araucana trata de ayudarla y se deja llevar. Abre las piernas y las flecta. Con un brazo se apoya en el suelo y con el otro sujeta su estómago. La machi se arrodilla delante de ella y con gestos le indica que debe pujar. La joven española lo hace, en medio de gritos y respiraciones agitadas. Las manos de Quintuqueo toman con destreza la cabeza del bebé que ya empieza a asomarse. Ella sonríe mientras jalonea hacia la vida al infante. Tras quince minutos nace un niño con marcados rasgos indígenas, aunque sus ojos rasgados son del color del fuego, idénticos a los de su madre. Amarillos como el sol. La española cae rendida por el esfuerzo.
Quintuqueo lava al bebé en las gélidas aguas del río. Luego lo abriga entre sus ropas y lo deposita en el suelo. Observa a la mujer, que sangra profusamente. La machi sabe que no hay mucho que pueda hacer. Le toma las manos y la recuesta sobre sus piernas. Lenta e inexorable, la vida escurre roja por entre sus piernas. La mujer deja de sangrar y ahora parece descansar en un plácido sueño. La machi la observa con detención. La ganadera marca de la muchacha desapareció entre los pliegues de su ahora vacío estómago. También el fuego de sus ojos se ha desvanecido.
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jueves, 3 de junio de 2010
Fast Food
Mientras más se acerca a la reja electrificada, más lentos y pequeños son los pasos de Julio. Cada área de la ciudad está cercada y vigilada por perros y agentes en busca de Marwos. Para traspasar los límites, Julio debe presentar sus permisos sanitarios al día y confirmar su identidad con el escáner ocular. Este trámite, en general rápido y menos desagradable que la seguridad en su trabajo, para Julio es un ritual demasiadas veces repetido, pues debe cruzar tres sectores de la ciudad antes de llegar al local. Eso significa dos aduanas y dos filas para “revisión y confirmación” y, sin importar el tiempo perdido, debe llegar antes de las nueve de la mañana. Cuando empezó a trabajar, se atrasó un par de veces, pero las cicatrices en su espalda lo convencieron que era mejor dormir menos que llegar tarde. Por eso ahora aparece puntual a las ocho treinta y para hacerlo, se levanta apenas apoya la espalda en la cama.
A Julio le toca la caseta trece. Saca sus papeles del bolsillo y se dirige a la ventanilla. El hombre lo observa de pies a cabeza mientras revisa sus documentos. Él apoya su ojo en el escáner ocular y una sonrisa aparece en el rostro del funcionario, que se acerca a su compañero y le susurra algo. Ambos ríen mientras lo miran. Entonces se encienden las luces rojas de las sirenas y suena la alarma anti Marwos. Todas las rejas y accesos se cierran automáticamente, los perros ladran y aúllan. Julio voltea hacia todos lados. Los agentes corren con sus botas lustradas hacia una caseta que él no logra ver. El caos se adueña de la aduana del sector cinco. Agentes armados pasan junto a él. Los gritos de horror se suman al aullido de las sirenas. Por los altavoces se informa que han descubierto un Marwo, todos deben permanecer donde están y colaborar con los agentes.
Julio mete las manos en sus bolsillos y se entierra las uñas a través de la tela. El dolor lo ayuda a mantener el control. De pronto tres disparos, más perros ladran, un grito de mujer. Luego silencio. La alarma deja de sonar, pero las balizas permanecen encendidas. Un agente junto a él llama por su transmisor. No logra oír qué pregunta, pero escucha que le responden “no estaba sola. Su pareja tiene que estar por aquí. ¡Hay que encontrarlo!”. El rostro de Julio se contrae. Durante unos segundos interminables, la mirada del agente su cruza con la de él. Las puertas automáticas se abren y la luz se normaliza. El oficial se va de ahí.
En la ventanilla, el funcionario le entrega su permiso de sanidad. Afuera de la aduana, Julio da un largo suspiro. El sector cinco está pavimentado, así que no se levanta polvo al caminar. Es el sector más moderno e iluminado de la ciudad, la zona donde viven los ricos. Ahí se levantan enormes rascacielos que desaparecen entre las nubes y están rodeados por pantallas virtuales que promocionan productos que Julio nunca podría comprar.
En los diez minutos de trayecto, Julio no ve ningún árbol o planta, sin embargo, el ambiente es mucho menos desértico que afuera. Antes de doblar la esquina, se acuclilla, apoya la espalda en la pared y llora con un sonido amargo, entrecortado por ahogados suspiros. Luego se levanta y sigue su camino. Llega justo a las ocho treinta. Saluda al guardia y entra al camarín. En la puerta hay un cartel que dice: “Las normas de higiene previenen la aparición de Marwos. Gracias por su comprensión”. Julio sonríe.
Después de la ducha desinfectante y la revisión de cavidades que el doctor realiza meticulosamente cada mañana, Julio se pone su uniforme y va hacia su caja. Saluda a su jefe con un movimiento de cejas. Apenas abre, una joven obesa se acerca a su ventanilla antibalas:
- Una hamburguesa con queso, papas fritas y bebida mediana. ¡Gracias!
jueves, 27 de mayo de 2010
Compañero
Así conocí a Wang Weilin.
“Prometen reformas, pero no dicen cuándo. Nos acusan de capitalistas. ¡Traidores! Títeres del liberalismo burgués. Pues yo me río de sus rostros arrugados y retrógrados. No queremos destruir el sistema ni traicionar a nuestra amada China. ¡Sólo queremos libertad!”. Cuando Wang terminó su discurso, supe de inmediato que estaba frente a un líder nato, un joven atractivo, de gran carisma y magnetismo. Estudiaba sociología en la universidad de Pekin y fue Secretario de la Federación Oficial de Estudiantes, pero sus diferencias con las políticas del Partido lo empujaron hacia la oposición.
Recuerdo verlo bajar del improvisado escenario en medio de flashes, cámaras de televisión, gritos y aplausos de admiración. Era un chico delgado, de ademanes suaves y una mirada oblicua que te atravesaba el alma.
Cuando me acerqué, supe de inmediato que estaba frente a alguien especial, un idealista, un constructor de sueños, un compañero de vida. Me presenté como corresponsal del Washington Post y Wang me invitó a tomar el té. Supongo que vio en mí la posibilidad de acrecentar su liderazgo y obtener apoyo en occidente para sus demandas. Yo, en cambio, vi mucho más allá de sus ilusiones políticas o su hermoso cabello negro.
Algo conocía del origen de la protesta, pero la explicación de Wang fue esclarecedora. Sus demandas eran simples y se arrastraban de 1987, cuando China inició su camino hacia una economía de libre mercado. Las primeras reformas realizadas por el gobierno central beneficiaron a los campesinos rurales, pero la población urbana siguió estancada con los antiguos paradigmas económicos. Los docentes protestaron y pronto los estudiantes se unieron a sus demandas. Libertad de mercado y libertad de expresión eran las consignas, sus banderas de batallas. En un inicio, el Secretario General del Partido, Hu Yaobang, apoyó sus peticiones, pero el Buró Político del Partido decidió su exilio al Tíbet y eliminó de raíz las reivindicaciones exigidas por los estudiantes. Y así se mantuvieron hasta ahora, cuando la muerte del viejo Hu Yaobang resucitó sus demandas y permitió la reunión de miles de jóvenes en la plaza Tian’anmen para celebrar sus funerales.
Han pasado diecinueve días desde el inicio de las exequias y la plaza aún se mantiene llena de universitarios. Siento en mi corazón que debo permanecer acá y acompañar a Wang, pero si lo hago, viviré en la clandestinidad, pues la prensa será expulsada hoy, cuando Gorbachov termine su visita de estado. Debo decidir qué hacer antes de eso.
Wang aseguró que su madre no tiene ningún problema para que aloje en su casa y aunque al principio acepté con timidez, mientras los días pasan, cada vez me siento más cómodo. La señora Weilin habla un perfecto inglés, así que nos comunicamos con fluidez y demostró ser un gran aporte para mi reportaje. Ella me explicó, por ejemplo, desde cuando existe el Buró Político del Comité Central del Partido, quiénes son, cómo funcionan y a qué se debe su gran poder. Me aclara que de los trescientos miembros, nueve son permanentes y ellos son, además de ancianos octogenarios, los hombres más poderosos de China. El poder de estos inocentes abuelos radica en el manejo de oscuros secretos políticos y el férreo control sobre la Comisión Militar Central, es decir, el cerebro que controla todas las cabezas de la hidra gigante que es el Ejército de la República Popular China.
Una semana después, cuando la huelga amenaza con caer en el caos, Wang logra un nuevo e inesperado apoyo: los trabajadores urbanos. Esto es un logro inmenso para Wang y una clara demostración de sus capacidades políticas y de liderazgo. Mientras los universitarios solicitan libertad de mercado y de expresión, los sindicatos piden medidas para frenar la inflación y mejoras salariales. Frente a este escenario, Wang logró descubrir el único punto donde ambos coincidían y supo explotarlo como catalizador para que más de cien mil personas marcharan en orden a través de la plaza Tian’anmen. Aún se me pone la piel de gallina al recordar el dolido discurso donde Wang, con la voz quebrada por la pasión, pide a los trabajadores unirse a los estudiantes y juntos luchar contra la corrupción de los funcionarios del Partido.
Luego de esta gran demostración de unidad, el gobierno accede a reunirse con los huelguistas, pero las conversaciones fueron inútiles. Aunque la disconformidad es general, la protesta está constituida por decenas de facciones y cada una exige diferentes cosas. Así, ni el gobierno ni los huelguistas encuentran una agenda común para trabajar. Aunque Wang adivina el fracaso de las negociaciones, se niega a aceptar su derrota. Por eso insiste en mantener la ocupación de la plaza.
Entonces ocurre lo que Wang y yo temíamos: los noticieros informan que ante la incapacidad del gobierno de poner fin a las protestas, el Buró Político del Comité Central del Partido se ha reunido. Pronto se conocerá su decisión y como siempre, será inapelable.
No es necesario que ningún diario, radio o canal de televisión diga nada, porque las tropas militares están en las calles antes que la noticia se difunda. Miles de soldados con megáfonos se reparten por Pekín e informan a gritos que se declaró la ley marcial. Una vez más, los sueños de libertad mueren con el redoblar de los tambores.
Wang se rehúsa a aceptar lo inevitable, sin importar cuánto supliqué para que dejara todo y huyera conmigo. Incluso ahora, que todo está perdido, conserva el ímpetu y la mirada fija en sus objetivos.
Al verlo ahí, vestido con su pantalón negro y su camisita blanca, parado con los brazos abiertos frente a una columna de tanques, mi corazón se recogió en un sonoro lamento. Recordé sus apasionados discursos, sus sueños de libertad, su lucha por los derechos de los homosexuales, su amplia y acogedora sonrisa, su cuerpo imberbe siempre dispuesto a pelear por sus ideales. Entonces los vehículos blindados avanzan unos centímetros y amenazan con pasarle por encima. Pero él no cede. De la nada aparecen tres soldados y lo sacan a patadas de la calle.
No volví a ver a Wang y su desaparición es el reflejo de la desierta plaza Tian’anmen. Tan muerto él como la plaza y el recuerdo de la protesta. Según fuentes oficiales, durante la entrada de las fuerzas armadas murieron entre doscientas y quinientas personas, según la cruz roja, los muertos llegaban a los dos mil seiscientos. A mí no me importa cuántos fueron, si cientos, miles o millones, pues hoy sólo lloro una muerte. La de mi amado compañero, Wang Weilin.
jueves, 6 de mayo de 2010
El Juicio de Santiago
Todo lo que Santiago sabía sobre la fiesta de aquella noche era que atendería a unos importantes señores en una fiesta privada. La paga era excelente y el único requisito era la discreción, no debía comentar a nadie lo que viera o escuchara. Aunque el ofrecimiento era sospechoso, Santiago pensó que sería una buena oportunidad para ganar unos pesos extras mientras encuentra otro trabajo. En su último laburo de garzón se vio envuelto en una disputa entre los tres dueños del restorán. Cada uno esperaba que él estuviera de su lado y apoyara su demanda. Los argumentos parecían lógicos y justos, así que Santiago dudó durante mucho tiempo, hasta que se decidió y apoyó a uno de ellos. Al final de la querella, él fue despedido y los socios volvieron a ser tan amigos como antes.
Cuando cae la noche, los invitados comienzan a llegar y Santiago atiende con esmero a los asistentes. Le asignaron la mesa principal, lo que supone un gran honor. Cuando la fiesta está en su apogeo, todos cantan, bailan y beben como si no hubiera un mañana. Un gordo desnudo está cubierto por cocaína y unas niñas de catorce años lo siguen a todos lados y lamen su cuerpo seboso. Un grupo hace una fila donde la persona de atrás fornica al de adelante y así hasta llegar al primero, que se masturba mientras otro hombre lo penetra con ansias. En una mesa hay una mujer desnuda cubierta con salsa de champiñones y los comensales usan tenedor y cuchillo para servirse. En poco rato la mesa se cubre de sangre y todos parecen disfrutarlo, incluso la mujer desnuda cuya carne devoran como pirañas hambrientas.
Es que en las increíbles bacanales organizadas por la sociedad de Júpiter nada parece demasiado y todo no es límite suficiente.
En medio del desenfreno, tres mujeres pelean por una manzana que tiene escrita las palabras: “Para la más bella”. Todas quieren la fruta, así que Júpiter, el presidente de la sociedad secreta, interviene. Como nadie se atreve a afirmar quién es la más hermosa, pues todas tienen atributos de sobra, deciden que Santiago será el juez de tan bizarro concurso de belleza. Lo encierran en una pieza y una a una las candidatas pasan con él una hora en la habitación. La primera hace que Santiago tenga un orgasmo tan prolongado que cae al suelo en éxtasis. Antes de irse, la mujer promete que si la elige, ella lo hará más poderoso de lo que jamás soñó. La segunda viola a Santiago y le enseña placeres desconocidos, goces secretos que hasta el más liberal consideraría aberraciones. Antes de salir le ofrece todo el dinero que desee. La tercera mujer se acurruca junto al agotado cuerpo de Santiago y lo acaricia hasta que se duerme. Una hora después lo despierta y promete que, si es electa, él encontrará el amor verdadero.
Santiago se viste con calma mientras en el comedor principal los invitados esperan su veredicto. Cuando llega al salón, Júpiter pone en su mano la manzana de la discordia y las tres mujeres, aún desnudas y más bellas ahora que antes, le preguntan cuál es su decisión. Santiago, confundido y acorralado, actúa como todo un caballero: se come la manzana con tres rápidas mordidas.
Es que en las increíbles bacanales organizadas por la sociedad de Júpiter nada parece demasiado y todo no es límite suficiente.
En medio del desenfreno, tres mujeres pelean por una manzana que tiene escrita las palabras: “Para la más bella”. Todas quieren la fruta, así que Júpiter, el presidente de la sociedad secreta, interviene. Como nadie se atreve a afirmar quién es la más hermosa, pues todas tienen atributos de sobra, deciden que Santiago será el juez de tan bizarro concurso de belleza. Lo encierran en una pieza y una a una las candidatas pasan con él una hora en la habitación. La primera hace que Santiago tenga un orgasmo tan prolongado que cae al suelo en éxtasis. Antes de irse, la mujer promete que si la elige, ella lo hará más poderoso de lo que jamás soñó. La segunda viola a Santiago y le enseña placeres desconocidos, goces secretos que hasta el más liberal consideraría aberraciones. Antes de salir le ofrece todo el dinero que desee. La tercera mujer se acurruca junto al agotado cuerpo de Santiago y lo acaricia hasta que se duerme. Una hora después lo despierta y promete que, si es electa, él encontrará el amor verdadero.
Santiago se viste con calma mientras en el comedor principal los invitados esperan su veredicto. Cuando llega al salón, Júpiter pone en su mano la manzana de la discordia y las tres mujeres, aún desnudas y más bellas ahora que antes, le preguntan cuál es su decisión. Santiago, confundido y acorralado, actúa como todo un caballero: se come la manzana con tres rápidas mordidas.
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