Los mitos son cosa curiosa, no importa cuántas veces demuestres que son falsos,
si están fuertemente enraizados en el corazón de las personas, nadie te creerá.
Y este es el caso de lo que estoy por narrarles.
Conozco esta historia desde pequeño,
pues mi madre me la contaba antes de dormir. Y su madre a ella y así por
generaciones. Ahora yo se las relataré a ustedes, pero no con la esperanza de
que me crean. No. Sino para sacármela del pecho, para gritar a los cuatro
vientos la verdad de lo ocurrido aquella tarde.
El abuelo de mi abuelo conoció
al Rabí cuando su fama comenzaba a crecer y fue por eso que lo acogió en su
casa. Solo se quedó una noche, pero fue suficiente para que urdieran el plan.
Lo primero fue comprar los linos
mortuorios, luego la tumba, el sello y por último, las provisiones para necesarias
para subsistir. Prepararon la gruta según lo acordado, la comida y el agua la
enterraron en el suelo, oculta de ojos curiosos y tallaron una pequeña grieta
en el sello, casi invisible a la vista pero lo suficientemente grande para que
entrara el aire. Y después de la primera luna llena, murió.
Los vecinos consolaron a los
deudos y todos ayudaron con los preparativos de la ceremonia. El rabí del
pueblo condujo los ritos y la tumba fue sellada según la tradición. Y ahí
esperó.
Cuando por fin apareció, el agua
y la comida ya se habían terminado. No sé cuántos días pasaron, pero por lo
menos siete. Quizá el Rabí lo planeó así desde el principio, quizá fue solo
producto del azar, pero lo que sea, ayudó mucho a la credibilidad del milagro,
pues cuando salió de la tumba, efectivamente era un muerto viviente. De hecho,
cuando el abuelo de mi abuelo escuchó sus palabras, pensó que la muerte lo
llamaba y cuando el sello fue roto y la luz se filtró, pensó que entraba al
paraíso.
-
¡Lázaro, levántate y anda! – gritó el Rabí por
segunda vez, pero en esta ocasión lo hizo con tanta fuerza que sus palabras se resonaron
por toda Planicie.
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