Su educación castrense lo obliga a investigar la zona. Se pone de pie y camina en línea recta. Avanza cincuenta pasos y choca contra una inmaculada pared blanca, invisible a la vista, pero sólida como roca. Luego camina de vuelta por la que supone es la misma línea recta y cuenta cien pasos antes de golpear con la cabeza en la pared opuesta. Pasea los dedos por la superficie en busca de alguna imperfección, una grieta, un “made in china”, cualquier cosa que indique dónde está. El material es desconocido para él, parece algún tipo de acrílico. Lo golpea con el pie para probar su resistencia. Nada, ni siquiera un ruido. Tampoco hay sombras. La luz mana desde el alma de la habitación. José Ramón levanta sus brazos y observa su cuerpo con curiosidad. Viste una túnica de lino y alpargatas, ambas blancas e inmaculadas.
Recorre la pared en busca de una esquina, para así determinar la dimensión del lugar. Camina sin descanso durante dos horas y luego se rinde. Piensa unos minutos, se saca una alpargata y comienza de nuevo. Después de seiscientos veintiocho pasos y fracción, vuelve a encontrar su zapato. Justo el perímetro que calculó José Ramón. “La habitación es redonda”, piensa.