“Esto es lo peor que me pudo pasar. Nunca lo superaré. La amo demasiado”, se repite Juan una y otra vez. Camina ebrio por la playa con la extraña sensación que hay algo onírico en lo acontecido. Como si no fuera real lo que acaba de ver. Repasa mentalmente las imágenes en su cabeza, les busca un fallo, un error, algo que indique que sólo soñó ver a su esposa acostada con Pedro, su mejor amigo. Pero no puede mentirse. Levanta la botella de güisqui y da un largo trago. Conoció a María en el colegio y desde entonces no existe otra mujer para él. Muy pocos podrían decir que han amado tanto. Y nadie se ha sacrificado más que él.
Recordarla jadeante sobre el cuerpo de Pedro lo llena de una angustia tan grande, que pronto se transforma en dolor físico, un revoltijo de tripas, un calambre en el estómago, una agonía tan inmensa que lo hace caer como un ovillo sobre la arena húmeda. Sus lágrimas se hielan sobre las mejillas.
La luna llena brilla entre las nubes, encima de la cabeza de Juan, pero él es incapaz de ver por encima de su propio dolor. Ni siquiera siente el frío que cala sus huesos. También lo ayuda la botella de güisqui y su ebriedad. A duras penas se levanta… maldice su suerte, llora de rabia, de impotencia, se odia a sí mismo. Nada podría ser peor. El amor de su vida lo engaña con su mejor amigo.
Camina hasta llegar a un acantilado de rocas, un lugar que conoce bien, pues ahí va a mariscar desde que era un niño. Cuando estaba en tercero medio tuvo su primer hijo con María y se vio obligado a dejar el colegio para trabajar. Los profesores decían que tenía un gran futuro y Juan pensaba lo mismo. Soñaba con estudiar ingeniería industrial y ser un empresario exitoso. Tenía grandes proyectos, pero todo se frustró con el nacimiento de su hijo. En ese entonces no lamentó su suerte, porque podría terminar el colegio de noche y en las mañanas, mariscar para ganar dinero. Sus sueños aún estaban ahí, al alcance de su mano. Se sienta en la orilla del acantilado a ver las olas reventar, diez metros más abajo. La brisa marina le moja el rostro y el olor salobre del mar llena sus pulmones. Esta sensación siempre le ha alegrado, pero esa noche sólo puede sentir aquel extraño vacío en el estómago, la vacuidad que produce el amor cuando se rompe.
Después del nacimiento de su primer hijo las cosas no fueron fáciles para Juan, pero estaba enamorado y nada podía borrarle la estúpida sonrisa del rostro. Entre su trabajo de mariscador y los estudios, tardó tres años en terminar tercero y cuarto medio, pero en la PSU sacó tan buen puntaje que pudo regodearse a la hora de elegir universidad. Consiguió el máximo nacional en matemáticas y obtuvo una beca en la Universidad Santa María de Valparaíso. Ahora sólo a estudiaría, pues con la beca pagaría sus estudios y con lo poco que sobre, alimentaría a María y su hijo. Pero la vida volvió a retrasar sus sueños: un segundo bebé venía en camino.
Cuando su hija nació tuvo que volver a mariscar, la beca no alcanzaba para todo. Trató de trabajar en las madrugadas y estudiar por las noches, pero no pudo, pues tenía que cuidar a sus hijos para que María saliera con sus amigas. Decidió que por su familia podría retrasar un poco más sus sueños. Congeló en la universidad y dedicó todo su tiempo a la casa y el trabajo. Pero estaba enamorado y eso le bastaba para ser feliz. Aún conservaba esa sonrisa idiota, pero ahora la coronaban dos grandes ojeras. Veinte años han pasado desde entonces y Juan no ha dejado de amar a María ni un solo día. Levanta la botella de güisqui y da un gran sorbo. Las nubes se abren y la luna llena ilumina todo con una luz amarilla y aterciopelada.
Juan mira al otro extremo del acantilado y encuentra un lugar mejor para ver el mar en esa noche de amores rotos y sueños jubilados. Camina tambaleante cuando un descuido lo hace caer por el barranco. Se golpea repetidas veces en la pared de roca antes de llegar al fondo. Trata de pararse, pero tiene una pierna rota y sólo consigue sentir un dolor espantoso, peor que descubrir a María con Pedro. Se mira la pierna y ve que el hueso atraviesa la carne. Se toca el rostro y siente la sangre caliente correr. Una ola explota y lo cubre hasta la cintura. Una más grande la sigue y esta vez, el agua llega hasta su cuello y la corriente casi lo arrastra. La borrachera desaparece, igual que la luna, María y el resto del mundo. Sólo está el mar y él, y entre ellos, la lucha por sobrevivir.
Con un esfuerzo sobrehumano, Juan se arrastra para alejarse del agua. Entonces se da cuenta que también tiene un brazo roto, pero si quiere vivir, debe subir a unas rocas medio metro más arriba. Con un brazo y una pierna intenta alzar su cuerpo inerte. Un dolor febril lo hace gritar mientras cierra el ojo izquierdo para evitar que la sangre entre en él. Después siete olas y diez minutos de angustia, que para él fueron horas, Juan está a salvo sobre la roca. Ahora el mar no amenaza con arrastrarlo, las olas que revientan lo mojan con la periodicidad de un péndulo.
Juan piensa esperar ahí hasta que sus compañeros vayan a mariscar a las cinco de la madrugada. Sólo debe resistir unas cuantas horas, aunque el dolor hace que sienta el cuerpo agarrotado y la mente enlodada. Tampoco lo ayudan los tres grados bajo cero que hay esa noche.
Mojado, con el cuerpo cubierto de sal y sangre, con la piel de gallina y periódicos espasmos de dolor y frío, Juan mira la vida con otros ojos. Ahora María parece un sueño nuboso. Intenta dormir, pero cada vez que cierra los ojos un violento dolor le recorre la espalda.
A las cinco de la mañana, sus colegas llegan al acantilado y lo ven. Juan está adormilado, igual que sus sueños de empresario, entonces una ola lo moja de pies a cabeza y recuerda donde está. Pensó que no lo lograría, pero ahí están sus compañeros.
Cuando el helicóptero de la armada aparece en el cielo, son las nueve de la mañana y lo peor ya pasó. Al menos, eso piensa Juan, hasta que ve a María gritarle desde la cima del acantilado. Junto a ella está Pedro. Entonces recuerda como galopaba desnuda sobre su amigo, y sus sueños largamente postergados aparecen en su memoria. Los marinos lo inmovilizan sobre la camilla y lo suben al helicóptero.
Aunque los analgésicos son poderosos, aún le duele todo, en especial la pierna. Con los ojos entreabiertos ve alejarse a María y Pedro, quienes le hacen señas desde el acantilado.
- Señor… ¡Señor, reaccione! – le dice un joven de pelo corto y vestido con traje de buzo – dígame algo.
Juan apenas consigue susurrar unas palabras ininteligibles. El joven se acerca para escucharle.
- Dígale... dígale a María... que se vaya a la concha de su madre…