A ver, vayamos por parte, dijo el
descuartizador. Lo primero es decir que en realidad no soy mozo, sino un
escritor advenedizo que va por la vida afirmando que es mozo. Y las razones de
dicha patraña son las que originan este relato.
Las circunstancias por
las que me inicié en el oficio de garzón son dos: la primera, y quizá la más
importante, una total ausencia de talento para escribir cualquier porquería,
incluso mi nombre. Y la segunda, urgencia vital por el dinero.
Todo
empezó hace varios años, cuando un amigo me ofreció pega de garzón en un bar
ubicado en Pío Nono, en pleno Barrio Bellavista. Yo llevaba un año cesante y dormía
donde cayera. Esta afirmación es literal, porque en esos días andaba tan borrado
que pasaba la noche en cualquier lugar, incluidas plazas, casas abandonadas,
paraderos de buses, burdeles y en muchas ocasiones, en una confortable
comisaría. Muchos pensaran que pernoctar en una celda hedionda es un total y
absoluto desagrado, pero les aseguro que no es así, lo malo no es dormir, sino
despertar.
Fue en estas
circunstancias de mi vida cuando me ofrecieron el trabajo de mozo y después de
pensar los pros y contras, decidí aceptarlo.