Y pensar que más encima tengo que pagar para ser aplastado y molido en medio del estómago del gran dragón celeste y eléctrico. Es una ironía en la que medito largamente mientras desciendo por la cueva donde él habita. Pero me queda un consuelo: sé que hoy la volveré a ver y no dejo de pensar en cuándo y dónde me encontraré con ella, en si será rubia o morena, o quizá tenga un color de cabello sicodélico, algo como fuccia o azul. Quizá por fin sea tan alta como quiero y quizá por fin tenga esos ojos verde esmeralda que me hacen soñar con un futuro verde y un pasado azul. No lo sé con certeza, pero lo que tengo claro es que hoy la veré y también hoy, la volveré a amar, azul como antes y verdísima para mañana.
Son las ocho y media, la hora más congestionada del metro de Santiago. Él hace su aparición en la estación Toesca, como rutinariamente repite día a día. Siempre que entra, cumple con el mismo ritual: frente a la boletería abre su billetera y revisa si tiene el boleto para entrar y aunque sabe que siempre está ahí, detrás de su ajado carné, lo hace mirando al cajero, como buscando una explicación en sus ojos. Después, también igual que siempre, baja presuroso la escalera y recorre el andén en busca del panel donde se ponen los afiches de obras de teatro, seminarios, festivales y cosas así, y tal como ocurre siempre, apenas llega frente a él, aparece el tren que interrumpe la lectura que nunca empezó.
Antes de ser devorado por la bestia, alcanzo a ver los rostros de aquellos que empezaron a ser digeridos antes que yo. Sus fauces se abren implacables y me sumerjo sin gritar en la masa amorfa que alimenta sumisa al dragón celeste y eléctrico. Pero no me interesa, sé que apenas cierre su hocico lo tendrá que abrir para dejarme salir en busca de su hermano mayor. Y una vez más huiré despavorido de la masa informe en busca del otro dragón celeste y eléctrico, con la esperanza eterna de encontrarme con ella y disfrutar otra vez de la paz de su mirada perdida en la multitud anónima.
Al abrirse la puerta, intenta entrar empujando sutilmente, sabe que si no presiona a sus temporales compañeros de viaje no lo dejarán abordar, pero también, conocedor de este tipo de menesteres, sabe que si ejerce demasiada fuerza tendrá algún encontrón, o por lo menos, algún comentario sarcástico respecto de su torpe estilo para subir. Aunque esto no le preocupa demasiado, trata de evitar los malos ratos que una actitud demasiado agresiva podría causar. Por fin, dentro del carro, su mirada extraviada está tan seca y vacía como lleno está el vagón, y es que él sólo piensa en llegar a su trabajo y por eso se deja guiar obedientemente por la marea humana que desciende del tren en busca del trasbordo que los hará llegar puntuales a sus oficinas.
Con la mente ligera, me arrastro solitario a través de la multitud anónima, con la certeza que entre la carne molida está ella, esperando que mis ojos la encuentren, radiante y perfecta. Igual que siempre. Azul como antes y verdísima para mañana. Pero por más que busco, no logro hallar la magia del amor casual y ya casi entro al estómago insaciable de la bestia junto al resto de la materia fecal, misma que hace resaltar más tu belleza pura y casta. Y es que aunque inmaculada a mis manos, mis ojos no dejan de acariciarte, besarte, desearte, como arte, cuadro de técnica mixta sobre tela, sin restricciones carnales, sólo mentales. Una galería de arte o mejor aún, una galería de deseos, donde presento por enésima vez una exposición individual, y tú, por enésima vez, no lo notarás o peor aún, quizá lo notes y hasta disfrutes y sonrías con mi exposición. Y después, todo acabará verde en una estación sin nombre y con gusto a despedida azul.
Mientras baja por las escaleras en busca del trasbordo que lo hará llegar a su oficina, la multitud apura o frena su andar según sus caprichos e involuntarios deseos, y él la obedece sin cuestionamientos, porque su vida carece ya de ellos. Su devenir diario parece estar marcado con la entrada y salida del metro, pues es en estos menesteres en donde su rostro de muerto luce su real sentir. Aunque sentir es una exageración, porque él hace mucho tiempo dejó de sentir, incluso cuando debe luchar por entrar en aquel vagón repleto. Los Héroes debe ser la estación más atochada de todo el metro y es en ella donde su impavidez resalta con mayor fuerza, porque mientras lo empujan, aplastan y tironean, su rostro seco de todo sentir busca por sobre la multitud los sentimientos que extravió tanto tiempo atrás.
Estoy rodeado, aplastado y los jugos gástricos de la bestia empiezan a hacerse sentir, implacables, como la arena sobre el tiempo. Por suerte la criatura defeca en cada parada la bosta nauseabunda que rellena su estómago implacable. El ambiente se hace respirable y desaparece el vaho ocre de la papilla humana que rodea tu cuerpo sinuoso. Absorto en este pensamiento, nado en busca de las islas de tus senos, el único salvavidas al cual puedo asirme en medio de la desesperación. La voluntad empieza a flaquear y mi cuerpo sin fuerza comienza a hundirse anónimo en la marea ácida. El gran dragón celeste y eléctrico hace su cuarta parada. Alabada detención, sagrada cagada, maldita ingestión. Pero esta vez, cuando la bestia vuelve a tragar, apareces tú, celestial y diabólica, perfecta y soñada. Hoy luces mejor que nunca jamás, más bella que la belleza misma, perfecta como el cielo estrellado y jamás chocado. Hoy traes el cabello castaño y los ojos azules como el pasado, la estatura justa del presente y el rostro verdísimo del futuro. Me pregunto como te llamarás hoy, donde hibernarás la tarde, quizá hasta tenga la suerte de compartir contigo mi turno de ser defecado, aunque sé que nunca juntos, porque tú no puedes ser parte de la materia inerte y hedionda que expulsa el gran dragón. No, tú sales orgullosa y erguida, rodeada por un aura magnífica que evita que el mundo te roce. Ojalá hoy sí tenga esa suerte.
Mientras el tren avanza, por fin, después de mucho, es posible percibir una pequeña reacción emocional, quizá sea un acto reflejo, o quizá sólo sea una luz que aparece en sus ojos debido que la gente no repleta el vagón como antes, pero lo que sea, ya es algo. O mejor dicho, bastante, demasiado inclusive, sobretodo para este ser abstraído de la vida, estresado por el trabajo, absorto en responsabilidades, carente de sentimientos, un muerto afuera de la oficina. Un ser que claramente nace al bajar del metro en la mañana y muere al subir en él por la tarde. Ese tipo de ente que aunque una bella mujer de azules ojos se ha colocado a su lado, su única reacción es un largo y ambivalente suspiro. Y es que todos sus pensamientos se orientan a cumplir sagradamente con su trabajo, con la labor diaria que le asignan, en lograr sus objetivos sin pensar que en su interior su alma se seca irremediablemente.
Mi mirada, abstraída del entorno y cerrada en tu belleza, me hace pensar en la crueldad de afrodita, que manda a su hijo con flechas implacables, siempre dispuesto a hacerme caer y decaer en tu hermosura distante y abstracta. Inalterable en su esencia y siempre variable en la piel, tu belleza única es sinónimo de amor platónico en el interior del estómago de esta criatura celeste y eléctrica. Descubro feliz que notas mi existencia, que percibes mi alma etérea rodeando tu cuerpo voluptuoso y es entonces cuando más sufro, porque sé que este breve contacto deberá terminar, azul como antes y verde en el futuro.
Desdichado de mí, que soy el único que sabe lo implacable de esta verdad que aún desconoces, no por azar, sino porque estás inmaculada, incluso de la crueldad del destino, que imperturbable nos obliga a separarnos y reencontrarnos diariamente, para que así pueda sufrir mi vida y gozar los breves espacios cuando cruzamos nuestra existencia en el devenir diario del dragón celeste y eléctrico. Pero no importa demasiado, porque siempre me queda la verde promesa de un encuentro futuro y el azul recuerdo de la despedida.
En la medida que el tren avanza, el rostro inerte de nuestro protagonista parece adquirir matices de iracunda esperanza. O quizá sea que la hermosa mujer de ojos azules lo observa y hace que toda la rabia de los seres menos afortunados que él se reflejen en su cara y agite su corazón carente de sentimientos. Existen muchas razones para vivir y más razones aún para sentir, y por lo mismo, ver alguien incapaz de transmitir nada es quizá más asfixiante que el metro lleno de la estación Los Héroes. Y mientras más vacío queda el vagón, más vacía su alma, que por lo menos antes escondía su vacuidad con el latir constante de los corazones que la rodeaban, pero que ahora parece sólo tener el bip uniforme del código binario de la computadora de su oficina.
Malditas encrucijadas, y aunque nada de lo que está relacionado contigo pueda ser maldito, el hecho que tu aura desaparezca apenas unos minutos antes que la mía es una maldición en sí misma, independiente de ti e incluso de mí. Es un destino cegado, abandonado de la belleza del amor, egoísta en esencia y ambicioso en horror. Porque no existe otra forma de describirlo, sino egoísta y ambicioso, deseoso siempre de arruinar mi arruinada existencia. Vida maldita, ya que cargo sobre mis hombros la maldición del amor diario, amor absoluto y perfecto, o mejor dicho, casi perfecto, porque siempre es breve, demasiado breve. Y justo hoy, cuando por fin pensé que podría cambiar mi cruel destino cercando tu cuerpo, ya no más con mi mente sino por fin con mis brazos, mis labios, mi piel. Soñar no cuesta nada, pero en mi caso cuesta mucho, cuesta un azul pasado, siempre muy triste y muy azul.
Al llegar a la estación Los Leones, el vagón queda prácticamente vacío. La hermosa mujer de azul mirada desciende en esta estación, llevándose con ella la esperanza de que los menos afortunados logren hacer sentir algo al único muerto que es posible ver caminando en los vagones del tren. Quizá sea exagerado, porque una leve aura de tristeza puede ser percibida si es que alguien se esmera en ello, aunque esto nunca será suficiente para afirmar que está vivo, porque la esencia de la vida son los sentimientos y es completamente imposible que una persona así sienta algo, salvo un poco de rabia y la levedad de una tristeza que asume pero que jamás reconocerá.
Por fin logro ser desechado por la bestia, herido por flechas destellantes que cazaron mis esperanzas y calzaron mis sueños. Y es que así es mi vida. Azul como antes y verde en el futuro. Vida breve y cruel que transcurre entre la dicha de tu visión y los millones de minutos de tu ausencia. Aunque siempre me queda el consuelo de pensar en cómo serás cuando vuelva a entrar al estómago siempre hambriento de esta criatura que nada sabe del amor o la belleza. Lo bueno es que el verde futuro será igual que tú, etéreo y perfecto, eso ya lo sé, pero qué color de cabello tendrás, que sutil regalo aportarás a mi corazón que hará que maldiga a Afrodita y desprecie a su vástago. Mas en la certeza de un verde futuro y un azul pasado, siempre esperaré con ansias la tortura asfixiante del gran dragón celeste y eléctrico.
El rutinario y minúsculo vaivén del metro parece ser el espejo perfecto de la vida de este ser, que lo poco que siente, lo camufla con el maquillaje de su esquizofrénica rutina. Es que apenas una estación después del milagro de la tristeza, el desierto estéril vuelve a invadir el alma de este ser trabajólico, que baja del metro con la esperanza de otro feliz día de laburo, en donde el único sentimiento con el que deberá lidiar es el irrefrenable amor que su computador le brinda a diario. Es que no hay nada más placentero que una tarde de pasión frente al monitor y aunque sabe que este feliz día laboral deberá terminar, mantiene la esperanza de trabajar hasta tarde, muy tarde, y así poder prolongar lo más posible su eterno romance computacional y mantener alejado de él cualquier sentimiento real.