La Habana. La Terraza. 3 de julio de 1961
Lo conocí de la misma forma que él
me conoció a mí. Por casualidad. Paseaba por La Terraza cuando el viejo y yo
encallamos la embarcación en la arena de la playa. Hola, nos dijo y luego
siguió su camino.
Lo observé alejarse. Hablaba solo,
cabizbajo, llevaba los brazos cruzados en la espalda y cargaba en su mano una
botella de whisky. Se notaba de lejos que era un turista. Seguramente un gringo.
Era febrero de 1935 y aún no comenzaba a escribir este Diario.
Apenas lo vi, supe que ese gringo y yo compartiríamos una
historia. Por supuesto, entonces tenía catorce años y aún no conocía el nombre
de Ernest Hemingway.
Con el paso de los meses, nuestros
encuentros se hicieron más frecuentes, pero se limitaban a un saludo casual, un
movimiento con la cabeza o una sonrisa amistosa. Eso hasta el 2 de julio. Ese
día era yo quien andaba cabizbajo y con una botella en la mano. La razón: el
viejo no salió a pescar. En rigor, no salió más nunca. Lo fui a buscar esa
madrugada, igual que tantas veces, pero no contestó, entonces entré a su cabaña
y ahí lo vi, tendido en su lecho de muerte, con los ojos cerrados y una mueca
plácida en el rostro. Imagino que antes de irse soñaba con su pez.
Cuando salí de la cabaña, compré una botella de vino y me
fui con ella a la Terraza. Luego de unos minutos, tomé la destartalada
embarcación del viejo y salí en busca de… no sabía de qué, pero tenía la
esperanza que en medio del mar podría pescar algo que calmara la pena que
sentía en el estómago.
No pesqué nada en el agua, pero si en la arena, pues cuando
volví a la playa, el sr. Hemingway y yo conversamos un buen rato. Él con su
botella de whisky y yo con mi botella de vino. Hablamos del viejo, de la vida y
la muerte, de las victorias y las derrotas. Conversamos de todo un poco y por
cada cosa que hablamos, brindamos por el viejo. Me contó que era escritor y le
pregunté sobre qué escribía. Me contestó que sobre el alma humana.
Fue en esa conversación donde encontré la calma que
buscaba. Y como aún era un niño, pensé que la chispeante tranquilidad que me
invadía provenía de él, pero ahora sé que proviene del vino.
Él me contó que cuando joven fue corresponsal en Europa del
Toronto Star y en esos años visitó Pamplona con su esposa y unos amigos. Llegaron
a la ciudad en julio de 1925, un par de semanas antes de su cumpleaños.
- Ese viaje fue una locura -dijo el sr. Hemingway -.
Bebimos y festejamos como si no hubiera un mañana, y después de lo que viví
durante el Festival de San Fermín, realmente pensé que no habría un mañana.
Estaba con mis amigos, detrás de una barrera viendo como la gente corría
delante de la estampida de toros, cuando, en un acto imposible, un animal saltó
por encima de la barrera que nos protegía y arremetió con toda su furia contra
un hombre vestido de rojo y negro. Con su trajecito de torero enredado en los
cuernos del animal, lo zamarrearon como si fuera un muñeco de trapo. Entonces,
envalentonado por el trago, me abalancé contra la bestia, ¡y lo toree sin
muleta hasta que los organizadores llegaron y sacrificaron al animal! El
hombre, que sangraba profusamente, me dijo que no era digno de vestir el traje
de torero, que debiera ser yo quien lo usara. Entonces le dije que el hombre no
está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado –
y poniendo su mano en mi hombro, me sonrió.
El sr. Hemingway no me contó lo que pasó con el malogrado
torero. Solo hasta ahí duró su relato. Y yo nunca sabré si esa historia fue
real o solo un cuento para animarme, pero comprendí que el viejo era así, que
aunque el tiempo destruyó su cuerpo y la vida aniquiló sus sueños, nunca lo
derrotaron, sin importar qué, él siempre se levantó y luchó por lo suyo. Nunca
se rindió. Entonces le narré la vez que el viejo se enfrentó solo a un pez tan
monstruoso, que si lo cuenta, nadie le hubiera creído, pero que todos sabíamos
que era cierto, pues luego llegó con sus huesos blancos a la Terraza.
Un año después, inspirado en la historia del viejo, el sr.
Hemingway publicó en la revista Squire el cuento “Sobre el agua azul”, mismo
que en 1952 transformaría en “El viejo y el mar”. Por eso, cada vez que
recuerdo al viejo, releo la novela del sr. Hemingway. Sin embargo, después hoy,
este libro me recuerda a ambos viejos.
Adiós sr. Hemingway. Cuado llegue mi hora, espero encontrarlo
en alguna playa lejana, con su botella en la mano y el viejo sentado a su lado.
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